Desde la ventana de mi escritorio, en un segundo piso acogedor en San Miguel, diviso una caseta de teléfono público. No es como la de Superman, que protege su pudor cuando se cambia de ropa. Pero es igualmente un modelo de museo. En el cine y en la TV, menos todavía en la vida real, ya no vemos al protagonista que busca un teléfono público en medio de la soledad o de la noche. Comunicarse, hoy día, es tan simple como sacar del bolsillo o de la cartera un artefacto portátil que permite enviar mensajes al mundo entero.
Las redes sociales, algo inimaginable hasta el final del siglo pasado, son parte del milagro. Uno puede decir lo que quiera, cuando quiera y enviárselo a miles y hasta millones de seguidores no importa dónde.
Interesante ejercicio, pero peligroso. Hay problemas de salud (el uso excesivo del celular puede afectar los músculos del brazo y recargar al oído) o de seguridad: nada más peligroso que ir por la calle sin fijarse en los hoyos del pavimento o -peor- en los automovilistas al acecho y los ágiles delincuentes. Nada se compara, sin embargo, con el riesgo multiplicado de entregar información falsa, no comprobada, o que afecte la honra de otras personas. La facilidad con la que se puede hacer, nos ha hecho perder la perspectiva. Lo que antes no salía más allá de nuestra mente o de nuestro entorno más íntimo, ahora se coloca en una gran pantalla de alcance planetario.
La responsabilidad es la misma de siempre: nuestra. Pero también tiene que ver con el uso de los “adelantos” que se promueven en la tele, la radio y a veces en nuestro propio celular. Prometen más y más “gigas”, mejores imágenes y alcance ilimitado.
Se fomenta así el peor individualismo. Los algoritmos en tiempos de Internet, que eran -casi- un pasatiempo teórico de matemáticos, manejan ahora lo que comunicamos en las redes sociales. Exacerban el odio y la mentira. Destacan en las redes sociales la conflictividad porque “vende”. Gracias a estos poderes ocultos, los procesos políticos están llegando a poner en peligro la democracia, como ha ocurrido en Estados Unidos y en otros países.
Veo, desde mi ventana, una antigua caseta telefónica. Es inútil. Me gustaría que funcionara y nos retrotrajera a los tiempos en que uno pensaba antes de hablar por teléfono.
Y no es una añoranza de viejo.
Abraham Santibáñez
Premio Nacional de Periodismo