Dos ayudas para un dolor

Los dolores corporales persiguen a las personas mayores. Imposible no sentirlos, afortunadamente hay maneras de enfrentarlos.

Osteoartritis fue el diagnóstico de este dolor que siento en mi rodilla derecha. Todo comenzó cuando un domingo me caí en la acera al salir de la Iglesia Bautista. Era la primera vez que asistía a un servicio de esta denominación y me gustó. Tal vez estaba tan feliz que no presté atención en esa baldosa levantada en la vereda. Cinco
personas corrieron a ayudarme y una me acompañó hasta la parada del autobús.

El dolor, solo en la rodilla derecha, era muy fuerte. Me he caído muchas veces en mi vida y predije que pasaría pronto. Sonreí al pensar que yo, como San Pablo cuando se cayó del caballo, había encontrado al mismo Dios en una nueva forma de alabarle.

Sin embargo, tuve que dejar de lado la teología y dedicarme a la ciencia. El médico que me atendió era igual a mí, pero joven. Sentado frente a la computadora, escribía tan rápido todo lo que le decía que pensé que estaba ingresando mis datos y al mismo tiempo respondiendo un correo electrónico. Éramos muy parecidos, también era atleta y entrenaba todas las semanas en un parque cerca de mi casa. Admití que me hubiera encantado intentarlo, pero que desde esta lesión no había podido correr.

Angustiada reconocí que me estaba costando caminar, se me quebró la voz al agregar que eso sería mi final. Lo conmoví porque dejó de mirar el computador y se dio vuelta para tocar mi rodilla y sugerirme que probara una inyección de cortisona que podría aliviarme por unos meses. Me resistí, pero él insistió en los beneficios de este fármaco. Terminó por convencerme, pero le pedí que me enviará a un kinesiólogo. Me fui cojeando y luchando contra la desesperanza.

Tenía razón este médico más digital que yo y mejor corredor. El tratamiento duró tres meses justos y con ello me llegó una carta diciendo que dentro de un mes tendría una cita con un kinesiólogo.

Llegué media hora antes de lo convenido. Dijo mi nombre, un joven que hablaba bajito con un acento inglés marcadamente africano. Nos sentamos frente a frente, sin computador, y él fue escribiendo a lápiz mis respuestas a sus preguntas. Nuevamente sentí un nudo en la garganta al tener que repetir mi historia.

Pasé a la camilla y realizó un masaje que me sacó varios quejidos. Seguía inmutable y su diagnóstico fue que me daría unos ejercicios para que los hiciera en casa. Me pidió el celular y se fue a un computador que estaba en otra pieza. Al volver me explicó como tenía que abrir el programa para ver mi tarea. Habíamos vuelto al mundo digital y para quebrar un poco la tensión tuve la osadía, porque aquí es algo no bien visto, de decir “creo poder adivinar de donde viene usted, de Sudáfrica, ¿verdad?”. Muy serio dijo “Nigeria”. Tontamente agregué “Conozco Sudáfrica y mis cuatro nietos
nacieron allí, es un país precioso”. A lo que él acotó “Nigeria es mejor”.

Me di cuenta que no debía quebrar el hielo por ese lado porque la cuna nunca se olvida. Por eso, cuando me pidió que colocara una clave para abrir mi programa en el computador decidí llamarle NIGERIA1. El miro como la escribía para que no me equivocara y comprobó que yo podía abrir el documento. Fue la primera vez que sonrió de lado a lado, extendió su mano y agregó “Entonces nos vemos en tres semanas”.

Julia Eugenia Martínez
Periodista UC
Master en Drama y Teatro
Universidad de Leeds, UK
100 Líder Mayor 2021

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